Reuní la isla, las
dunas, la playa. Conjuré una bella flotando en la resaca y ese beso (mío, y de
nadie más) que la trae mártir. Pero en el reflejo de la cama no todo se agota
con esta sirena. Al repasar las sábanas, persiste la humedad de los cuerpos y su
fragancia marina prendida en lo más profundo de la noche…
(del diario personal
del dr. Sverennson)
Un horizonte de agua va engullendo poco a poco la bóveda
celeste, y el cielo no fue tan cielo como en esta hora baja, en la que el color
se adueña de todo y los barcos, a contraluz, son pájaros negros que se mecen en
la fría brisa que surca el puerto.
El incendio se cierne sobre nosotros, incluso la espesa
humareda se hace violácea, añil. Y los tintes se degradan, se ensombrecen, para
volverse incluso más brillantes al llegar su muerte. El agua, la arena, yo
misma, somos crepúsculo para un dios.
Cuando esto mismo sucede a tu lado, mi geometría se
compenetra con la tuya, y tus manos hablan tan bien como tu cabeza. Llegados de
continentes distintos, nos agita el mismo celo y el ocaso del día parece el
escenario perfecto para acabarnos.
Cuando todo esto me asalta en soledad, mis manos y mi cabeza
tienen su propio lenguaje aunque provengan de una única matriz. Y mi apetito te
va amando entre el deseo, hasta que libado, por fin, el placer, se consume el
fuego.
De vuelta a la orilla, me hago barca en la pleamar.